Hace un tiempo ya que vengo escuchando un concepto muy erróneo que tiene que ver con un detalle esencial en los fondos del estado. Al pasar vi una nota en un diario en la que un intendente preguntaba si alguien cree que alguno de sus pares puede hacer obras por si mismo. Dando a entender que el dinero del estado es en cierta forma propiedad del gobierno central, en este caso de la presidente. El concepto es muy lejano de la realidad pero, se ha instalado de igual forma en la sociedad. La idea macabra de que es el encargado del ejecutivo quien posee el dinero con el cual se hacen las cosas en un determinado estamento del estado es ridícula. La verdad es que ese dinero es de todos, lo que sucede es que hemos olvidado que los funcionarios son empleados públicos, con la salvedad de que para su puesto es necesario el voto. Lo cual no los hace especiales sino más responsables de sus acciones, en el sentido amplio de responsabilidad.
Hemos confundido el rol de los gobernantes, ya que no son ellos los dueños del patrimonio del estado, sino sus administradores. Juzgar la calidad de un gobierno puede tener resultados muy dispares según se tenga en cuenta o no esta diferencia.
Cuando se considera que el dirigente es el dueño de los fondos que administra, uno puede fácilmente llegar a la conclusión de que si da mucho está haciendo mucho y que puede ser un gran gobernante. Sin embargo si pensamos que no es suyo sino nuestro podemos ver que en varias ocasiones el exceso en el uso de lo público es un despilfarro sin sentido ya que a la larga no reportará un beneficio duradero para la nación. No hay mejor ejemplo que de esto que el fútbol para todos; si el gobernante es dueño del dinero es generoso al pagar por la televisación pero, cuando se tiene en cuenta que ese dinero es de los futuros jubilados y que debería reportarles dividendos en favor de su retiro, se ve con claridad que es un desperdicio. El gobernante se convierte entonces y por ello en un mal administrador, lo que debiera ser tenido en cuenta a la hora de la votación, aunque parece no ser así.
Supongamos ahora una obra a licitación, la responsabilidad de un administrador es la de cuidar el dinero, es decir asegurarse que la obra se realice con la mayor eficacia y eficiencia posibles. Dicho de otra forma deberá evitar los sobreprecios, al igual que los costos excedentes y de la misma manera debe realizar los controles necesarios sobre las obra que encarga. Creo sin temor a equivocarme que nunca he visto a un político argentino realizar ninguna de estas tareas, sin importar el ámbito en el que se realizaron.
De igual manera el rol de los legisladores no debe ser la obsecuencia de tratar las leyes que les mandan sino la de sacar las mejores leyes para la nación. Un legislador es bueno cuando su interés principal es la república y no los caprichos de una persona o el beneficio personal. Cuántas veces vemos a diputados y senadores votar cosas innombrables en pos de la defensa ridícula y a ultranza de ideales vacíos. Y sin embargo se reciclan en un lodo infinito de rejunte ideológico para volver en la próxima elección con una propuesta renovada. Esos legisladores deberían ser prohibidos e inhabilitados de por vida para ejercer cargos públicos, buen ejemplo de ello son los impresentables que aprobaron la reforma judicial u otras de igual ralea.
Resta pensar ahora que rol le corresponde al presidente, y lo más correcto sería decir que debiera ser el empleado del mes. Es decir un presidente no está ahí para hacer beneficencia con los fondos del estado, o para reclutar voluntades con los manejos del dinero y las influencias. Está ahí para ser el administrador último de lo público y la cabeza de la regulación de lo privado. Un buen presidente hubiera visto que se estaban terminando las reservas energéticas y que las empresas (por el motivo que fuera) no estaban invirtiendo lo suficiente en la exploración. Un buen presidente hubiera notado el deterioro de toda la infraestructura nacional: vial, de transporte, de comunicaciones. Un buen presidente notaría que las empresas de servicios privatizadas y las que han surgido luego no invierten lo necesario para prestar un servicio de calidad: internet, celulares, telefonía fija.
En cambio nuestra presidente prefiere dar batallas ideológicas despojadas de contenidos reales, prefiere pelear con un diario que arreglar los trenes; se esfuerza más por ocultar la corrupción de altos funcionarios que por encontrar la solución a los problemas de energía que merman el erario público. La presidente prefiere dar discursos para la tribuna que la oye sin escuchar, que no desea comprender igual que ella el rol que todos ocupamos en la sociedad.